Hay un momento, mientras trabajas en la decoración de un hogar, en el que te das cuenta de que no es el tamaño del espacio, ni la cantidad de cosas que contiene, lo que realmente importa. Es la intención. Es esa capacidad de escoger lo esencial, de rodearte solo de aquello que tiene un propósito o un significado, lo que convierte una casa en un hogar.
Muchos creen que para decorar una casa se necesita llenar cada rincón, que el vacío es un error que hay que corregir. Pero lo cierto es que, a veces, el verdadero lujo está en el espacio que dejamos sin ocupar, en los silencios entre los muebles, en la calma que trae no tener que mirar mil cosas a la vez.
Es curioso cómo esto se parece tanto a la vida. Nos pasamos los días acumulando compromisos, objetos, responsabilidades… llenando cada hora y cada rincón, como si el valor estuviera en no dejar nada en blanco. Pero, al final, lo que verdaderamente recordamos no es la cantidad, sino la calidad. Las personas, los momentos, los lugares que nos marcaron. En una casa, pasa igual, no se trata de cuántas cosas hay, sino de cuáles cuentan tu historia.
Haciendo un proyecto de redecoración de una vivienda completa, una clienta me confesó que aunque amaba el diseño, no soportaba la sensación de “saturación”. Me explicó que no sentía paz al entrar en su casa, que veía todo abarrotado de cosas y desordenado, como si cada rincón estuviera luchando por atención.
Quería un hogar donde pudiera respirar, donde cada objeto tuviera un motivo para estar ahí. Empezamos revisando lo que ya tenía, seleccionando con cuidado las piezas que realmente aportaban valor a su vida y dejando espacio para que su hogar pudiera contar su historia de forma más clara.
Poco a poco, toda la vivienda empezó a transformarse, como si al liberar cada espacio, la casa encontrara su verdadero carácter. El salón fue el primer gran cambio: quitamos la mesa auxiliar llena de revistas y objetos acumulados con el tiempo, dejando solo una butaca que tenía un valor especial para ella, acompañada de una lámpara de pie que daba una luz cálida por las tardes. En la pared principal, un papel pintado con textura aportó profundidad sin sobrecargar, mientras que unos pocos libros y una escultura sencilla en la estantería hicieron que todo pareciera pensado y cuidado.
En el dormitorio, retiramos el cabecero voluminoso que ya no tenía sentido y lo reemplazamos con un papel pintado suave, que daba carácter sin invadir. Añadimos una colcha de lino y cojines en tonos neutros, creando un rincón que invitaba al descanso.
La cocina, antes llena de utensilios y electrodomésticos acumulados en la encimera, se reorganizó con un sistema más práctico. Los armarios cerrados escondieron el caos, y dejamos a la vista solo una bonita tabla de madera y un bol de cerámica que mi clienta adoraba.
Incluso el recibidor, que solía ser el punto de caos al llegar a casa, ganó una consola ligera con un jarrón sencillo, y unas cestas para organizar los zapatos.
Cada estancia fue encontrando su equilibrio, y lo curioso es que, con cada decisión, mi clienta no solo sentía que su casa respiraba, sino que ella misma también lo hacía.
Elegir vivir con menos no significa renunciar a lo bello o a lo práctico. Significa aprender a valorar cada objeto, a preguntarte por qué lo tienes. Un hogar no necesita colecciones infinitas, necesita identidad.
Al igual que en la vida, en la decoración hay que aprender a soltar lo que pesa, lo que no encaja, para dejar espacio a lo que realmente importa. Cuando miras a tu alrededor, ¿hay algo que sientas que no pertenece? ¿Qué pasaría si solo te quedaras con lo imprescindible, con lo que realmente te hace sentir bien? Quizá descubrirías que vivir con menos es, en realidad, vivir con más.
Espero que esta reflexión te inspire a mirar tu hogar con otros ojos.
Un abrazo,